Llevábamos un par de meses viéndola por el barrio. Pequeña, asustadiza, con esos ojos callejeros que escrutinaban todo lo que pasaba. Pertenecía a una colonia de la que ya quedaban solo tres hembras. Vivían bien, escondidas en un local comercial aún cerrado y bien alimentadas por la buena gente del barrio.
Un día, el agujero del local por donde pasaban apareció tapiado con cemento y las tres gatitas lo miraban con miedo interrogante. Esa medianoche intentamos capturar a las tres, pero solo conseguimos a una. La que tenía pinta de enferma: Trebolina.
No es fácil lidiar con una gata feral. Desde el primer momento supimos que algo no iba bien, sus diarreas, su extrema delgadez, sus infecciones bucales. El objetivo pasó de la castración a intentar sanarla. Era positiva en leucemia. Aunque le dimos un hogar, tardamos mucho en ganarnos su confianza, sólo aceptaba el cariño de sus cuidadores y los demás animales. Tanto la quisimos que acabó por querernos ella también.
Fueron seis meses de lucha, operaciones y tratamientos hasta verla sin dolor ni preocupaciones. Sin embargo un día, sin previo aviso dejó de comer. Nos miraba desde detrás de la puerta del baño con esa mirada penetrante que perdía por momentos sus destellos de fuerza. Se estaba despidiendo. Ya no era la gata fiera que aún enferma mostraba su caracter. Cada caricia que aceptaba de sus cuidadores era una señal resignada de que su vida se apagaba ante nuestra impotencia.
Nunca te olvidaremos pequeña